En las últimas semanas hemos vivido en el país una dinámica social marcada por diversas formas de protesta social, las cuales parecen haber sorprendido al gobierno por la amplitud de su convocatoria y por su alcance nacional. El discurso gubernamental y de la gran mayoría de los medios de comunicación, trata de explicar estos acontecimientos a partir de una supuesta confabulación radical.
Lo que se constata es que se trata de un conjunto disperso de movilizaciones regionales que han coincidido en el tiempo a partir de dos hechos: la huelga nacional del SUTEP y la jornada nacional convocada por la CGTP para el 11 de julio. Justamente uno de los problemas de estas protestas y que explica en parte la existencia de acciones violentas de diversos sectores, es la ausencia de una fuerza política democrática con la representatividad y la capacidad de canalizar sus demandas e intereses a la escena política y las instancias que deciden las políticas nacionales en el Estado.
El principal punto en común de las diversas movilizaciones regionales ha sido la exigencia de una mayor y mejor participación de las regiones en la distribución de los beneficios de un crecimiento económico que lleva ya 74 meses continuos sin que las mayorías perciban mejoras significativas en sus condiciones de vida. Las principales demandas han sido por mayor inversión del Estado, así como por más obra pública, junto con medidas que mejoren las condiciones para sus actividades productivas, esto último en especial desde los productores agrarios y los campesinos. No existe en estos movimientos ninguna intención de acabar con el gobierno o la democracia. La mejor prueba de ello justamente son los acuerdos que han dado solución a los conflictos, en todos los cuales se han reflejado demandas específicas y orientadas a lograr mayores recursos de un gobierno que no logra delinear una estrategia de reformas y se instala en el continuismo de un modelo económico que genera crecimiento de la economía, pero también de la desigualdad social y territorial.
Cuando se inició este gobierno hizo ofrecimientos que parecían entender el mensaje de casi la mitad de la población que optó, en su indignación frente al orden político y económico, por una candidatura sin organización ni programa, cuya única fortaleza estaba en su actitud y en su discurso confrontacional con el sistema imperante. No es casual que sean justamente las regiones más pobres del país las que estén hoy buscando diversas formas de expresar su descontento, luego de un año de un gobierno que ha mostrado muy poca voluntad para hacer realidad el cambio responsable ofrecido.
Frente a este escenario, los grandes grupos económicos ponen en evidencia su incapacidad para aceptar un adecuado equilibrio entre sus ganancias y el bienestar de la población. Crecen sus utilidades pero se mantiene el empleo precario, se reducen los salarios y se estancan los sueldos. Crecen las utilidades pero las empresas vinculadas a las actividades extractivas se niegan a pagar un impuesto a las sobreganancias, obtenidas sin haber hecho nuevas inversiones, que permita una más justa distribución de los beneficios a la sociedad en su conjunto. La respuesta de estos sectores frente a las protestas es exigir al gobierno una actitud inflexible y aplicar mano dura, confundiendo así la autoridad democrática con el autoritarismo.
El gobierno responde rápidamente a esta presión y, al amparo de las facultades otorgadas por el Poder Legislativo en materia de seguridad y lucha contra la delincuencia, opta por el endurecimiento de su discurso frente a las movilizaciones sociales. Modifican el Código Penal para sancionar a autoridades y representantes electos que participen o propicien la movilización ciudadana, negando con ello su derecho y, en algunos casos, su responsabilidad de acompañar a quienes lo eligieron en una expresión democrática de sus demandas e intereses.
Es cierto que pequeños grupos violentistas aprovechan este contexto para tratar de ganar posiciones, pero no se puede ocultar el hecho que la población se volcó masivamente a las calles en un gran número de regiones. El descenso en las encuestas del Presidente, del gobierno y del Congreso está reflejando esta misma exigencia de cambio en un contexto marcado por la bonanza económica de un pequeño sector de la sociedad. El tipo de respuesta que piden los sectores más conservadores y autoritarios es justamente el mejor escenario para el crecimiento de los discursos más radicalizados.
La respuesta del gobierno, ahora que parece haberse tranquilizado transitoriamente el escenario social y político, debe tener como punto de partida dejar de lado la arrogancia y asumir que no se han llevado adelante los cambios económicos, políticos e institucionales que son necesarios. El Estado debe estar en condiciones de diseñar e implementar de manera efectiva políticas sectoriales orientadas a distribuir mejor los beneficios del crecimiento económico en las regiones con menor nivel de desarrollo, así como entre los sectores más afectados por la pobreza y la exclusión. El Estado debe estar en condiciones de planificar mejor, de invertir con calidad y oportunidad, así como de brindar cada vez mejores servicios a la población, como son la educación, la salud, la vivienda y la seguridad ciudadana.
La incapacidad demostrada a lo largo de este primer año de gobierno no es producto de una confabulación, sino de la falta de un proyecto claro de reformas democráticas, de la ausencia de una agenda gubernamental centrada en los temas estratégicos, así como de la carencia de un paquete de políticas orientadas a la inclusión, la generación de empleo y la mejora de las políticas sociales. La falta de decisión para implementar el Centro de Planeamiento Estratégico, aprobado por ley y hasta con recursos definidos en el presupuesto de este año, son la mejor evidencia de la ausencia de una voluntad de cambio y de en qué medida los sectores conservadores y continuistas son los que marcan la agenda y el ritmo de la acción gubernamental.
La profundización de la descentralización es una ruta estratégica para enfrentar los desafíos del desarrollo y responder estratégicamente a los intereses de las regiones. Para ello es importante pasar de los discursos a los hechos, los cuales no pueden limitarse a entregar mayores recursos de acuerdo a los criterios del gobierno central, sino a construir efectivas instancias autónomas de gobierno regional y local. Ello pasa por avanzar de manera decidida en la transferencia de competencias y funciones, pero definiendo con claridad el rol de cada uno de los niveles de gobierno y estableciendo los costos efectivos de cada una de ellas, de tal manera de garantizar que se cuente con los recursos necesarios para su ejercicio más allá del pago de planillas y de los costos de operación. Lo que se requiere para afirmar una efectiva descentralización es la transferencia de la capacidad de definir e implementar políticas regionales desde una perspectiva territorial.
Pero no sólo se trata de avanzar en la descentralización política. Éste es un paso necesario, pero no suficiente. Se requiere poner en agenda la descentralización económica, para lo cual se deben abordar los temas del reordenamiento territorial, la promoción de la competitividad regional y local, así como la promoción efectiva de las inversiones. Para ello es fundamental la acción concertada del gobierno nacional con el regional y las municipalidades, en el marco de políticas que modifiquen las condiciones del actual modelo económico centralista y promotor de la producción primario exportadora. Empleo y mejora en las condiciones de acceso de la población a las oportunidades son la respuesta democrática frente a la justa protesta social luego de cerca de dos décadas de una política que ofrece sólo un cada vez menos creíble chorreo económico.
Autor:
Grupo Propuesta Ciudadana
Fecha de Publicación:
Mar, 24/07/2007